
RICARDO SUMALAVIA (Lima, Perú, 1968). Los micros seleccionados pertenecen al libro “Enciclopedía vacía. El gran sueño”, Personaje secundario, Lima 2024
ALBA
Desde mi ventana, hasta hace muy poco, tenía a la vista un extenso y arbolado parque. Ahora hay una pared monumental que corresponde a un edificio de quince pisos. El parque no ha desaparecido. Está al otro lado de este edificio, sin duda aún extenso y arbolado. Lo que veo ahora, en cambio, es un muro blanco, aunque prefiero llamarla una pared alba. Con la rutina, el cambio de estaciones y las simplificaciones del lenguaje, he pasado a decirme que cada mañana abro la ventana para ver el alba. Y la veo con tal intensidad, que ya creo vislumbrar
algunos árboles.
FRATERNIDAD ONÍRICA
En el sueño, soy hijo único. Me digo y me repito que soy hijo único. Lo digo mientras observo una docena de camas que están dispuestas en fila en la que, supuestamente, es mi habitación, en la segunda planta de esta pequeña casa. Una de esas camas debe ser mía, pero no sé cuál. Todas son idénticas. Fuera de la habitación todo es silencio; de aquel silencio que intuyes que no tardará mucho en quebrarse; un silencio que me recuerda el ruido de la máquina de coser de mi madre y el televisor encendido que debería estar viendo mi padre. No hay más recuerdos que se asomen en este sueño.
El sol deja de colar sus rayos por la ventana. Me siento al borde de alguna de esas camas. Esta no es mi cama, me digo. Una voz familiar me levanta de un brinco. Desde abajo han gritado: «Niños, bajen a comer». Observo las camas vacías y escucho un tropel de pasos bajando las escaleras.

¿Diferentes?
Es insoportable hablar con ellos, con cualquiera de ellos. La conversación se torna incómoda porque, mientras te oyen sin interrumpirte, en silencio, te observan atentamente con esos ojos excesivamente redondos y más separados de lo normal puestos, como sorprendidos, en ese rostro extremadamente blanco, pálido. Ahí callados, frente a ti, sólo se limitan a sonreír levemente como la Mona Lisa. Uno se cansa de hablar y desea que lo interrumpan. Llegas a pensar que estás hablando con un mudo o con un santo. O pareciera que saben lo que uno está pensando; es como si te leyeran la mente. Pero lo más inquietante son sus manos. Siempre las mantienen en los bolsillos o entrelazadas en su regazo. Y cuando las sacan uno no puede evitar verlas y detallarlas. En cualquier persona normal los dedos de las manos se disponen así: de izquierda a derecha, es decir, de adentro hacia afuera, el pulgar, el índice, el medio, el anular y, finalmente, el meñique. ¡Las de ellos no! Sus dedos, o sus manos, están invertidas: primero tienen el meñique, luego el anular, después el medio, le sigue el índice y, al final, el pulgar. Lo que hace que, cuando las mueven frente a uno durante la plática, o cuando señalan algo, te sientas incómodo y te desorientes porque no ves hacia donde señala la mano, sino la mano misma. Te distraen como las manos de los magos y no puedes seguir el hilo de la conversación porque te dedicas a repasar el profano, siniestro e inquietante orden de los dedos. ¡Dígame cuando te las extienden para estrechar la tuya al conocerlos! ¡Es horrible! ¡Deseas retirar tu mano rápido de entre la suya!
Por eso, cuando Willians mató al primero después de un mal entendido, nos alegramos. Y no hemos podido evitar seguir haciéndolo hasta hoy.
Autor: pedro Querales
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